domingo, 24 de enero de 2010

- VIVÍ EL LADO C0CA-C0LA DE LA VIDA -

"Los que hablan de revolución y de lucha de clases sin referirse explícitamente a la vida cotidiana, sin comprender lo que hay de subversivo en el amor y de positivo en el rechazo de las obligaciones, tienen un cadáver en la boca - Raoul Vaneigem

- PRESOS POLITICOS -






Obligados A Escapar
Somos Presos Políticos.
Reos De La Propiedad:
Los Esclavos Políticos.

sábado, 23 de enero de 2010

- EL VISITADOR DEL PRESO - (Concepción Arenal)

El visitador del preso

Concepción Arenal

A Monsieur G. Bogelot

Aunque Vd. no sabe español, al ver su nombre al frente de EL VISITADOR DEL PRESO traducirá con su corazón lo que con el mío escribo. La modestia tiene sus derechos; no niegue Vd a los suyos a la gratitud, que es un dulce sentimiento pero a condición de que no se la sofoque.

CONCEPCIÓN ARENAL

Advertencia:

¿A quién se dirige este libro? Parece que lleva en el título la dirección. ¿A quién ha de dirigirse sino a los que visitan las prisiones? Pero, según puede inferirse de pareceres autorizados, habrá dos clases de visitadores: unos que irán en nombre de la ciencia, otros de la caridad; unos cuyo objeto será estudiar al delincuente, otros que se propondrán consolar al hombre, enseñarle mientras esté preso y ampararle cuando salga. No nos dirigimos a los visitadores científicos; ni tenemos ciencia para darles lecciones, ni fe en el resultado de su visita, si ha de hacerse, según indican, visitando al recluso en la prisión como se visita al enfermero en la clínica; continuamos pensando lo que decíamos hace seis años en el Bulletin de la Société Générale des Prisons, y hemos repetido en la Nueva Ciencia Jurídica: «Las observaciones deben hacerse, casi diríamos sin la idea de hacerlas, o por lo menos sin manifestar que se hacen. El médico que procura curar o aliviar al enfermo; el profesor que desea enseñar al recluso; el capellán y el visitador que quieren corregirle y consolarle, prometiéndole protección para el día en que recobre la libertad; el empleado que se esfuerza para hacer su cautiverio menos triste, no con las complacencias de la debilidad, sino aplicándole con pena la ley cuando es dura, con gusto cuando permite algún alivio, y no faltando nunca a las formas, a la consideración que ninguna persona digna niega a la debilidad y a la desgracia, éstos son los que, viendo al delincuente en las horas en que se resigna y en que se desespera; cuando forma planes de venganza o hace propósitos de enmienda; cuando maldice al que ha declarado contra él, o llora recordando a su madre; en los días en que miente y en otros en que dice la verdad; en los momentos en que se concentra impenetrable o muestra un ánimo expansivo, éstos son los que, uno después de otro y a solas con el delincuente, pueden aprender algo de lo que pasa por su corazón y suministrar datos para su psicología».

El identificar los delincuentes con los enfermos y las penitenciarías con los hospitales, no nos parece razonable. La clase práctica de los alumnos de Derecho penal, con su profesor al frente, visitando las prisiones para estudiar a los delincuentes, creemos que no tendría nada de práctico, aunque bajo otros puntos de vista pueda ser de utilidad; y no es que abriguemos prevención alguna contra semejante visita; al contrario, nos congratulamos de que, en cualquier concepto, las personas honradas entren en las prisiones, porque lo peor que puede suceder es que no entre nadie, como ha sucedido hasta aquí; no serían lo que son, ni pasaría lo que ha pasado, y en muchas está pasando, sin el aislamiento en que las dejó la indiferencia pública. Bien venidos sean los que quieren entrar en ellas con un objeto plausible, aunque tal vez no sea realizable, porque su presencia allí, si no hace el bien que se proponen, hará otro. Dignos de aplauso son, y acreedores a gratitud, los que quieren ir a estudiar al preso, porque contribuirán a poner en comunicación el mundo regido por la ley penal con el mundo que no esta bajo su imperio, y que la conciencia pública, que hace o deja hacer las leyes, sepa lo que son en la práctica, y lo que significa un año, diez años, veinte años de presidio. Esto lo ignoran, no sólo el público, sino los tribunales que imponen esas penas. Ahora que está en uso comparar a los delincuentes con los enfermos, puede decirse que el juez, salvo excepciones, es un médico que desconoce la composición y los efectos del medicamento que receta.

Aplaudiendo, como con toda sinceridad aplaudimos, el movimiento científico que impulsa a estudiar al delincuente encarcelado, continuamos creyendo que ese estudio no puede hacerse colectivamente y en masa por los estudiantes de Derecho; de esta creencia participan personas cuyo voto es más autorizado que el nuestro. Mr. Lacointa opina que la visita científica se haga por dos, y Mr. Ivan Jouriski no quiere que se reúna con frecuencia la estudiantesca en las penitenciarías, y juzga que bastarán cinco visitas al año.

Otro de los motivos que tenemos para congratularnos de que la visita de las prisiones forme parte de la enseñanza del Derecho penal, es la esperanza de que los visitadores científicos (algunos al menos) se conviertan en visitadores caritativos; la ciencia y la caridad tienen grandes afinidades, y no será difícil que quien entró para estudiar al delincuente salga compadecido del hombre.

En todo caso, lo repetimos, nuestras observaciones no se dirigen al visitador científico.

Capítulo I

De la aptitud para visitar al preso

«Cuando el visitador de un preso hace esta reflexión: «Voy a ver a un hombre, al cual me parecería si Dios me hubiese dejado de su mano», tiene el programa más completo de su misión, y no le faltarán palabras de esas que llegan al alma».

Esto, que decía César Pratesi al Congreso penitenciario internacional de Estocolmo, contiene la lección más profunda que puede recibir el visitador que las necesite. La modestia, la verdadera modestia sentida y razonada, es cualidad indispensable; sin ella, la soberbia y la altanería, aunque no sean insolentes, aunque no sean francas, aunque estén contenidas y ocultas al parecer del altanero, serán visibles para el ojo perspicaz del que humillan. Cuando entre dos personas una se cree superior a otra en cantidad que pudiera decirse infinita, es poco menos que imposible no revelar semejante convencimiento sin que de ello se aperciba el que lo tiene.

Se dirá tal vez que no hay derecho en el delincuente para exigir que el hombre honrado le trate como a igual: cierto; pero como la cuestión no es de derecho, ni legal, como es moral y afectiva, como se trata de influir para el bien en lo íntimo, de penetrar en un alma que a veces es un abismo, de conmover un corazón que han contribuido acaso a empedernir las altanerías oficiales y mundanas, no se llegará a él marcando diferencias, sino procurando borrarlas: no es el caballero que como un rey desciende de su trono, es el hombre que compadece, y sin esfuerzo, no se pone, se encuentra al lado de otro hombre que sufre.

El consejo de Pratesi parte de la suposición de que el visitador cree en Dios y en su Providencia. ¿Y el que no crea?

El ateo, el incrédulo, el materialista, si es compasivo y razonable, aun puede tener mayores motivos para compadecer y ser modesto, El preso no lo está por culpa suya, sino por su adversa suerte y su mala organización; su visitador no goza de libertad por virtuoso, sino por afortunado; heredó buena organización y una fortuna o medios de adquirirla, y se encuentra caballero y honrado, como el otro canalla y criminal. El daño que hizo el uno y el bien que ha hecho el otro, brotaron como dos plantas diferentes porque proceden de distinta semilla. Para el que así piensa no hay delincuentes, sino desgraciados; y si siente algo, que sí debe sentir, cuando los visite en la cárcel, ¡qué poderoso motivo para compadecerlos, y qué razón tan fuerte para no despreciarlos!

Después de la compasión y de la modestia sentida o razonada, la perseverancia es una cualidad indispensable para el visitador del preso. La voluntad, que entra por tanto en la vida del hombre, entra aún por más en la del visitador como tal; el que no la tenga firme, perseverante, busque para hacer bien otro medio más fácil que consolará los delincuentes y contribuir a su enmienda. En esta empresa hay descalabros frecuentes, triunfos difíciles, desengaños amargos, lecciones severas; si las vanidades pudieran curarse, sería buena para curarlas; es de desear que al menos los aleje, porque entrarán en ella sin éxito y se retirarán con daño. El que por falta de perseverancia se aleja de esta piadosa obra, sin quererlo y sin saberlo la desacredita; la fuga por lo común no se confiesa, y es difícil razonar la retirada sin perjuicio de los que combaten. La asociación padece más o menos en el concepto público, y no gana nada en el de los reclusos, que no puede visitar con fruto el que los deja por cansancio.

Corazón, modestia, perseverancia: he aquí lo esencial, a nuestro parecer, para visitar con fruto al encarcelado. No son necesarias dotes excepcionales, ni cualidades brillantes, y aun podrá suceder, y sucederá muchas veces, que un hombre en apariencia vulgar haga más bien que otro más inteligente y más instruido: el corazón y el carácter influirán en el preso más que la razón superior y los vastos conocimientos; los hábitos intelectuales muy elevados, pueden hasta ser un obstáculo para hacerse comprender de personas acostumbradas a discurrir poco y mal; éste es otro motivo de modestia, u otra prueba a que la pone el visitador que sea o se tenga por docto, porque las categorías sociales o intelectuales no corresponderán siempre, ni acaso las más veces, a las que deben establecerse entre los visitadores; en este caso convendrá que procuren combatir cierta tendencia que todos tenemos a considerar una ventaja como título para obtener otras.

Es de suponer y de desear que los presidentes de los patronatos no se deslumbren por cualidades brillantes o posiciones elevadas; que señalen el trabajo más difícil al obrero que sea, no que parezca, más apto, y que la jerarquía caritativa se aparte, si es necesario, de la social o intelectual.

Capítulo II

¿Qué es el delito?

Moralmente considerado, como el visitador debe considerarle, el delito es, en último análisis, un acto de egoísmo en que el delincuente prescinde o quiere el daño de otro por su provecho o por su gusto, por cálculo exacto o errado, o cediendo al impulso de algún desordenado apetito.

Sobre la base del egoísmo prepara sus rapiñas la codicia, sus falsedades la calumnia, sus atentados la lujuria, y sus horrores la crueldad y la venganza. Las inclinaciones, las circunstancias, los medios personales o sociales de que dispone el egoísta, hacen de él un pícaro legal, un pícaro fuera de la ley, que infringe según las situaciones en que se encuentra, y según sus instintos y facultades le impelen o le contienen en uno u otro sentido.

El egoísta, ataque la hacienda, la honra o la vida; emplee la astucia o la violencia; sea cauto o temerario, varía de especie, pero está siempre dentro del género, y por los grados de su egoísmo pueden medirse los de su culpa.

La poca sensibilidad, compañero inseparable o una de las fases del egoísmo, se gradúa como él, y con él hace duros y crueles.

El delito es, pues, egoísmo y dureza.

Se dirá tal vez que personas que no son egoístas ni crueles, obcecadas por la pasión cometen delitos graves; pero en el momento de cometerlos crueles y egoístas fueron, y porque la mala disposición de su ánimo sea pasajera no deja, mientras dura, de tener los elementos generales de la maldad.

Hay quien se admira del egoísmo de los presos; nosotros nos admiramos de que no sea mayor. Todo el mundo sabe que los enfermos son egoístas, y no se les hace un cargo porque lo sean. ¡Padecen!, y esta sola consideración desarma todas las severidades. El delincuente tiene el doble egoísmo del desgraciado y del culpable, con más la propensión a ocuparse mucho de sí mismo quien se ve abandonado de todos. Este último elemento puede perder mucha fuerza o desaparecer bajo la influencia de la caridad; el que viene a nosotros piadoso, nos atrae hacia él, nos saca de nosotros mismos; que no hay consuelo sin la unión más o menos duradera, más o menos íntima del consolador y del consolado; si el preso experimenta ese consuelo, se templará la acritud producida por la indiferencia, siendo aquel yo desordenado y absorbente menos empedernido bajo la influencia de la abnegación.

Con saber que en último análisis es egoísmo el delito, no tenemos de él sino un conocimiento parcial, insuficiente para la práctica, porque en acción, lejos de ser simple, es compuesto, y consta de elementos varios que, según su naturaleza y modo de combinarse, le dan mayor gravedad y pertinacia.

La apatía con intervalos de actividad desordenada que el holgazán vuelve contra la vida, la honra o la hacienda ajena; la excitación acre de aspiraciones sin medios honrados de satisfacerlas; las veleidades de un ánimo inquieto que, lejos de ajustar la vida a un plan racional, la deja oscilar en direcciones distintas y aun opuestas, a merced del caso fortuito o del impulso momentáneo; la idea fija de algún fin que no repara en los medios; las concupiscencias que piden para los sentidos goces que obtienen, o por lo menos buscan, prescindiendo del honor y de la justicia; la pasión o el instinto que rompo todos los frenos; los accesos del furor o el cálculo frío de la crueldad; el aturdimiento confuso de un ánimo desequilibrado que sustituye el error a la verdad, el apetito a la conciencia y a toda razonable previsión del porvenir; el ansia avasalladora de un goce presente; la ignorancia, el olvido o el desprecio de lo que el deber manda en nombre de la religión, de la moral y de la justicia: algunos o muchos de estos elementos forman el desdichado compuesto que se llama delito. El que ha de combatirle tiene que analizarle; mas analizar para el que hace el análisis no es simplificar, sino penetrar en el laberinto de la conciencia humana extraviada, de la razón insuficiente, avasallada o cómplice del apetito, y ver la ramificación de los impulsos y la complicación de sus consecuencias.

Las identidades que la ley supone y ordena simétricamente la disciplina, hay que repetirlo, son las más veces ilusorias, y el visitador procurará partir de la realidad, de que el delito, como toda acción humana, es complejo, y para combatirle hay que conocerle, a fin de apropiar en lo posible los medios de corrección a las causas de la culpa.

El deseo del propio bien, que no condicionado ni contenido constituye el egoísmo culpable, es diferente en grados y persistencia; en alguna clase de delitos puede llamarse pasajero, y desaparece con la circunstancia excepcional que le excitó y puso de manifiesto; pasada ésta, puede ser compatible hasta con la abnegación. ¡Cuántos casos hay de perversos para los que odian, y buenos en muy alto grado para los que aman! ¡Cuántos condenados por ataque a las personas, que arriesgan la vida por salvar la de otro, por defender la patria! Esto prueba que, aun preponderante el egoísmo, es raro que, como estado permanente y definitivo, se apodere de todo el hombre; no pensar más que, en sí mismo, y no pensar nunca en sí mismo, es decir, la santidad y la maldad en el último grado, son extremos raros; en medio está el común de los hombres, que no prescinden absolutamente de los otros ni de sí, y la gran variedad de egoístas hipócritas que la opinión respeta y aun aplaude; egoístas legales que viven en libertad, y egoístas ilegales que se reducen a prisión. Su delito, egoísmo desbordado, ¿cómo volverá a encauzarse? Este es el problema.

Capítulo III

¿Qué es el delincuente?

Para la fuerza pública, el delincuente es un hombre que persigue con objeto de prenderle; para el juez, es un hombre que ha infringido tal o tales artículos de la ley, y a quien hay que aplicar tales otros; para el empleado en la prisión, un hombre que permanecerá en ella meses o años, y que, según esté o no bien organizada, procurará que trabaje, que se corrija, o solamente que no alborote, ni se escape. El director de la penitenciaría, el empleado que comprende y quiere cumplir su elevada misión, necesitan y quieren saber algo más, y por lo que resulte de la causa se enteran de los antecedentes del penado antes de cometer el delito, de la clase y circunstancias de éste, de si es o no el primero, de su conducta en la cárcel, teniendo en cuenta además la que observa en la prisión.

Con todos estos datos, el visitador quedará tal vez lleno de dudas, de perplejidades, o hará afirmaciones diversas u opuestas, y que habrán de influir en su modo de proceder y en los resultados que obtenga.

El hombre, ¿es un ser racional que puede abstenerse de la acción reprobada o realizar la acción laudable, según sea su voluntad, o es el esclavo de su organismo, y hace el mal sin culpa y el bien sin mérito? Se comprende que, según la respuesta que se dé a esta pregunta, se formará una idea muy diferente del hombre, y si hay lógica, al tratar de consolarle y corregirlo se procedería de muy distinta manera.

Decimos el hombre, porque aunque hay autores de ciencia y autoridad que prescinden de lo que es el hombre para no ocuparse más que del criminal, esto no es científico, ni serio. Ellos, que tanto gustan de equiparar los delincuentes a los enfermos, sería de ver cómo enseñaban Patología sin saber Fisiología ni Anatomía; cómo determinaban los trastornos de un órgano ignorando sus funciones normales, y cómo definían la enfermedad desconociendo lo que es la salud. La idea que se forme del delincuente tiene que corresponder a la que se tenga del hombre, dígase o no se diga, véase claro o no se vea.

Los asuntos no se cortan por donde quiere el que los trata; hay que tomarlos como son, con todas sus dimensiones, y el que contra razón y lógica los mutila por huir de la dificultad, cae en el error. Por causas que no debemos investigar aquí, en las prisiones hay individuos de hospital, de manicomio y de hospicio, que tienen deficientes o trastornadas sus facultades intelectuales o sufren los accesos, los arrebatos o los abatimientos de alguna grave enfermedad. Aparte de estos casos, que es de desear y presumir que serán más raros cada vez, la mayoría de los delincuentes son hombres que tienen con los que no han delinquido más semejanzas que diferencias, sin lo cual sería vano empeño tratar de consolarlos, ni de corregirlos. Para rectificar sus errores partimos de nuestra razón, considerándola idéntica a la suya, si no en cantidad, en calidad; ¿cómo, si no, habíamos de comprenderlos, ni ellos entendernos a nosotros?

El gran matemático y el que no sabe más que aritmética elemental difieren en la extensión de sus conocimientos, pero concuerdan en que dos y dos son cuatro, en que una cantidad de la que se sustrae una parte disminuye, y si se le añade aumenta, etc. El que quiere dar a un delincuente, sea instrucción primaria, sea nociones de alguna ciencia o arte, sigue los mismos procedimientos que para enseñar al hombre más virtuoso, y aprenderá mejor o peor porque tenga más o menos aptitud o mejor o peor voluntad de aprender, no porque sea más o menos honrado. En la esfera intelectual no hay diferencia entre el que la ley condena y el que no ha infringido la ley: un docto puede ser malo, y un ignorante puede ser bueno.

En la esfera moral, en la afectiva, aparecen las diferencias, pero el análisis halla las semejanzas.

Prescindiendo, como hemos dicho, de los casos patológicos, de algunos monstruos que no se tienen por enfermos, aunque probablemente lo estarán, y que, esténlo o no, son excepciones, la regla es que el delincuente que infringe la ley moral no la desconoce; que aunque haga mal, comprende el bien; que aunque profane muchas cosas santas, hay otras que respeta. En aquella masa considerada por muchos como homogénea, y en la que todo es preternatural, hay ni cho de natural, de humano, a veces de sublime; sí, de sublime, aunque la afirmación parezca ridícula a los que están más dispuestos a reír que a observar.

Los sentimientos de familia es raro que falten del todo, y algunas veces es grande el cariño a los padres, a los hijos, a los hermanos, a la esposa. El amor a la patria y a la humanidad se revela en ocasiones con riesgo de la vida.

Los periódicos dan noticias de los delitos que en los presidios cometen los presidiarios, pero no de sus buenas acciones, tan difíciles y tan meritorias; el que tratara de investigarlas y las publicase, prestaría un gran servicio. Si alguno, con los medios de que carecemos, emprendiese esta buena obra, puede encabezarla con el hecho que acabamos de saber, de un penado italiano que se ha suicidado para que su mujer pudiera casarse con un hombre que mantuviese a sus hijos, sumidos en la mayor miseria. Suponemos que, distinguiendo el sacrificio del suicidio, no se nos acusará de elogiar acciones dignas de vituperio.

El que infringe las leyes, claro está, no es idéntico al que en las mismas circunstancias las respeta; pero no es tampoco desemejante en absoluto: tal vez no hay entre los dos más que una pequeña diferencia, que bastó para inclinar la balanza del lado del mal. Hemos subrayado las circunstancias, porque a veces no son las mismas sino en apariencia, y en realidad hubo facilidades o dificultades para el bien que no se aprecian, que son difíciles o imposibles de apreciar. Aun suponiendo que las diferencias sean grandes, quedan bastantes semejanzas, por lo común, entre el hombre delincuente y el hombre honrado para que exista entro ellos una especie de zona moral y afectiva común, en la que pueden entenderse e influirse.

El objeto de este libro, ya se comprende, no es discutir teorías; pero cuando se encuentran como un obstáculo para el bien, preciso es protestar contra ellas. Hay una escuela que tiene grandes méritos y mayores osadías, y que considera el delito como un producto necesario de la organización del delincuente. En virtud de estas afirmaciones, muchos creen, o están dispuestos a creer, que el delincuente es un ser monstruoso fácil de conocer, imposible de corregir, que ha heredado el crimen, tan inevitable para él, como una enfermedad a la que no hubiera contribuido con sus imprudencias o sus excesos. Con las teorías de los maestros, las exageraciones de los discípulos y las mayores de los partidarios, que tienen opinión y a veces voto en asuntos de que no tienen idea exacta, puede formarse una atmósfera muy poco favorable para que el penado encuentre en la sociedad el apoyo que necesita si no ha de vivir en lucha constante con ella.

Un arma, por cierto más cómoda que noble, se emplea a veces contra los que sostienen que el hombre delincuente no pierde, por lo general, las cualidades esenciales de hombre: este arma es la calificación de visionarios, calificación que, al parecer, ofende poco, pero que desacredita mucho y no obliga a probar nada. A la verdad, si es posible perderse en las nubes también en los subterráneos y en las alcantarillas; y sobre dejar la superficie terrestre, es preferible que sea hacia arriba que hacia abajo; pero procuremos estar en ella, no perder pie, como dicen, no admitir como pruebas las afirmaciones atrevidas, ni dar por averiguado lo que se trata de averiguar, ni creer que se llega a la verdad variando de dogmatismos.

Mientras otra cosa no se nos pruebe (que no se nos ha probado), continuaremos pensando que el delincuente, salvo excepciones patológicas probablemente en todo caso raras, es un hombre que tiene las cualidades esenciales de tal. ¿Es moralmente libre? ¿Puede elegir entre el mal y el bien? La humanidad cree que sí; una escuela repite (porque hace muchos siglos que se ha dicho) que no. Desde que hubo pensadores hubo fatalistas, en el fondo iguales, y variando con los tiempos en la forma: la de ahora trae gran aparato de ciencia y de arte; pesa, mide, analiza, pidiendo a la balanza, al escalpelo y al microscopio más de lo que probablemente podrán darle, más que seguramente hasta ahora le han dado.

Parece que, con la novedad del traje, el fatalismo moderno se cree nuevo, y tiene bríos de mocedad y aun alborozos de niño. La nueva que trae es muy vieja; se comprende que, por convencimiento o por las exigencias del sistema, se proclame verdadera; pero lo incomprensible es la satisfacción y los aires de redentores que toman los que hacen una afirmación tan desconsoladora. ¿Cabe mayor desventura que nacer, vivir y morir bajo el imperio de la fatalidad orgánica, y ser execrable y execrado porque en la masa cerebral había un poco más de fósforo, o en la sangre un poco menos de hierro? Caso de que ésta fuese la verdad, ¿puede anunciársele al hombre con ademán altanero y ánimo complacido? Es como decirle a un enfermo: «Lo que usted tiene es un cáncer, enfermedad incurable, dolorosa, terrible; pero yo tengo una satisfacción en anunciárselo a usted porque lo he averiguado y no cabe duda».

A pesar de las negaciones de los fatalistas, la humanidad continuará afirmando el libre albedrío y podrá decir como Gertrudis Avellaneda:


«Nunca, si fuere error, la verdad vea».

Por lo demás, no hay que dejarse avasallar por arrogancias más o menos científicas. Aunque altanero y desdeñoso, el dogmatismo del microscopio, del escalpelo y de la balanza tendrá, como todos los otros, que rendir cuentas a la razón; cuando haya transcurrido el tiempo necesario para que pasen todas las ofuscaciones, los errores se desvanecerán, brillarán las verdades, y la duda seguirá proyectando su sombra eterna sobre los problemas insolubles.

Mas, para los hombres de acción, los juicios que se suspenden son a veces energías que s debilitan, y deplorable sería que ninguna teoría retrayese de la práctica de la caridad al visitador del preso que viera o se inclinara a ver o el delincuente un ser completamente anormal monstruoso, heredero y engendrador de iniquidades.

Como el éxito es deslumbrador y la escuela antropológica encomia sus éxitos, bien será notar que, a pesar de sus teorías de exterminio de hacer al verdugo colaborador eficaz de la perfección de la especie, la pena de muerte desaparece de unos Códigos, otros limitan los casos en que se impone, una vez impuesta se ejecuta sólo por excepción, la conciencia pública la rechaza cada vez con más fuerza, y sin ser profeta se puede vaticinar que desaparecerá; bien será hacer notar que, a pesar de las teorías del fatalismo orgánico y del desdén (por cierto muy poco científico) de que es objeto la escuela correccionalista, en el mundo civilizado, no sólo penar ha venido a ser sinónimo de corregir, al menos en la mente del que hace la ley y del que la aplica; no sólo la libertad condicional es la esperanza en la corrección del penado, esperanza que los hechos confirman, sino que se aplaza la ejecución de la pena, esperando que sin ella, y con sólo la amenaza, se corregirá el culpable, y hasta no se le sentencia a pena alguna, y en vez de llevarle al tribunal se le pone bajo la protección de una autoridad tutelar que procura, y según parece consigue las más veces, que no vuelva a infringir las leyes. Cuando la ejecución de la pena se aplaza, o cuando la sentencia no se pronuncia, cierto que el acusado o el penado no lo es por delito grave; pero son miles, muchos miles en cada país, los que por delitos leves sufren la corrupción y la infamia de la prisión, y los que al salir de ella hallan la dificultad o la imposibilidad de vivir honradamente, y que los empuja a la reincidencia; ellos son el plantel de donde, por una especie de fatalidad social, sale las más veces el delincuente que se presenta como prueba de la fatalidad orgánica.

Los grandes sacrificios pecuniarios que hoy se hacen para corregir al penado, las leyes que abrevian el plazo de la pena o la suspenden o no llegan a imponerla, las mayores facilidades para la rehabilitación, el incremento de las asociaciones que visitan al recluso y le amparan cuando recobra la libertad, todo este conjunto de ideas y de sentimientos, de leyes y de acciones, ¿no es hermoso? ¿No es consolador? ¿No es viva protesta contra teorías inhumanas y desesperadas? ¿No es una prueba de que el mundo espera triunfar de todos los fatalismos con justicia y caridad? Que tal sea la esperanza del visitador del preso, y en mal hora vendría quien en nombre de la ciencia tratara de entibiar su fe.

Capítulo IV

¿Qué lenguaje debe emplearse con el preso?

La caridad que lleva a visitar al preso, inspirará las palabras que conviene dirigirle con el propósito de influir en sus sentimientos; pero si se pretende convencer su razón, tal vez haya que sustituir en muchos casos a los impulsos espontáneos los procedimientos reflexivos. Respecto a sentimientos, aquellos de que no se participa sobran, pero no perjudican; el preso, como cualquiera otro hombre, recibe según su capacidad afectiva; lo que excede de ella es para él como si no fuese, pero no destruye la influencia de la parte de que participó. Con el razonamiento no sucede lo mismo: el que no se comprende, no sólo se pierde todo, sino que tal vez se convierte en daño, por el que hace con frecuencia comprender una razón a medias y llenar el vacío con algún error que disfrazan y fortifican apariencias de verdad.

Las personas que tienen el hábito de tratar a gente culta y honrada, podrán no emplear los medios más apropiados de persuadir a un delincuente rudo o que tenga pervertido el sentido moral; en estos casos el lenguaje debe ser sencillo, nunca grosero, pero llano, muy llano, poniéndose, en cuanto sea posible, si no a nivel, muy poco más arriba de aquel a quien se intenta convencer. Si en las discusiones empeñadas sobre cosas arduas convendría fijar bien de antemano el valor y sentido de algunas palabras, aun más necesario es saber el alcance y significación que tienen para el hombre rudo o extraviado a quien intentamos persuadir; en estos casos podrá ser necesario explicar la significación de muchas, labor parecida a la del que tuviera que hacer el camino por donde quiere andar. Sin cerciorarse de que una frase ha sido bien comprendida no se debe aventurar otra, porque con unas cuantas que se empleen y no se comprendan puede formarse un laberinto intelectual de que no salga el visitado ni el visitador. Las comparaciones son un buen auxiliar siempre que se busquen para comparar objetos apropiados y próximos y conocidos, y que no se pretenda sustituir con ellas los razonamientos.

El poder de la repetición, que el P. Gratry creía grande respeto a todos los hombres, es mucho mayor, y aun puede calificarse de indispensable, para los delincuentes, no por tales, sino como hombres, en general, poco cultos; puede notarse que éstos, en sus conversaciones, repiten y vuelven a repetir una misma cosa, indicación segura de la necesidad que tienen de que se les repita mucho lo que se les quiero explicar; muchas veces dejan de entender, no porque se les ha explicado mal, sino porque no se les ha repetido bastante.

El lenguaje apropiado puede ser ininteligible cuando el sentido moral falte o sea tan obtuso, o esté tan depravado, que la palabra no tenga significación porque la cosa, que representa no tiene realidad: entonces no es cuestión de estilo ni de conocimiento, sino de renacimiento, si es posible, a la vida moral; para el que se halla como cegado y ensordecido por el mal, no hay lenguaje que pueda hacerle comprender el bien.

Capítulo V

Sinceridad y cautela

El visitador del preso es hombre de corazón y de caridad, y sabe, sin que nadie se lo enseñe y sin haberlo estudiado, cómo ha de presentarse al recluso para impresionarle favorablemente, y hasta donde sea posible, inspirarle confianza. Allí no le lleva ningún cálculo mezquino: va nada más que por hacer bien, y puede ser sincero; es necesario que lo sea, porque la ficción sería un obstáculo insuperable. La dificultad de engañar a un hombre encarcelado es grande, porque no sólo es suspicaz y desconfiado, sino que en el triste ocio de su inteligencia y de su corazón, y en la monotonía de su vida, el visitador es una ocupación y una novedad que le impresiona mucho, y recuerda, puede decirse que rumia, todo lo que ha visto y oído en la visita: es una especie de análisis de desocupado, que a veces penetra muy hondo. Aun prescindiendo de él, la sinceridad es simpática, expansiva, comunicativa, e introduce en la atmósfera moral algo que la hace más respirable y vivificadora aun para el que no es sincero. El preso quiere engañar más o menos por lo común, pero lleva muy a mal, mucho, que pretendan engañarle, y aun de sus compañeros no lo indigna tanto el engaño; pero que no hable verdad aquel caballero a quien él acaso ha mentido tantas veces, le irrita; en otras cosas, el talión repugna poco o nada a su conciencia o a su naturaleza; pero en materia de sinceridad, téngala él o no la tenga, se cree con indiscutible derecho a la del visitador; y bien considerado, lo tiene, porque el hombre caritativo no va allí a repetir las faltas del pecador, sino a darle ejemplo de virtudes; y así como no le ocurrirá robar al ladrón, tampoco faltar a la verdad al embustero.

El fingir creencias, sentimientos, ideas que no se tienen, suponiendo que al penado le conviene tenerlas, y que se le podrán inspirar fingiéndolas, sobre que repugna a la honrada franqueza, es un cálculo que saldrá errado por regla general, muy general; es más fácil ser buen cómico en el teatro que en la prisión. El que no crea o no sienta, o no piense lo que juzga que le conviene sentir, creer o pensar al preso, debe encerrarse en una prudente reserva si no quiero exponerse a pasar por un farsante; no se verá, no se comprenderá el fin que es bueno, y sólo aparecerá claro el medio que es malo. Añádase que no hay nada tan generalizador como la sospecha de un suspicaz desdichado. ¿Se descubrió que el visitador fingió una vez? Pues ya se tendrá por cosa segura que no es sincero nunca.

La sinceridad, que es cosa esencial, no excluye la cautela; ni ficción, ni candidez, ni decir nada que no se piensa o se siente, ni decir todo lo que se siento, se piensa o se sospecha; ni rechazar como falso todo lo que dice el recluso, ni darle crédito sin pruebas de que dice verdad; los votos de censura y de confianza, tan aventurados en el mundo, lo son mucho más en la prisión; tomar nota de lo que diga el preso, dejarle decir con entera libertad, sin contradecirle, sin interrumpirle; dejándola hablar, es probable que hable mucho; y como, según el refrán, el que mucho habla mucho yerra, puede asegurarse también que el que mucho habla mucho revela. Como el preso no está acostumbrado a que le escuchen con interés y el visitador le escucha, es una razón más para que sea locuaz; dirá tal vez lo que piensa y siente, o lo contrario: contará verdades o mentiras; pero, como decíamos antes, en la prisión es más difícil ser buen cómico que en el teatro, y no es probable, que el recluso lo sea.

El preso taciturno con el que le escucha benévolo es raro, y puede considerarse como un malvado excepcional, o más bien como un enfermo predispuesto a la locura o al suicidio.

La reserva del visitador, que puede llamarse cordial, no prevendrá contra él, ni será calificada de suspicacia. Decimos cordial, porque si el juicio se suspende, si se duda, si se escucha más que se había, en cambio se compadece y se procura consolar sin vacilaciones. Puede ser mentira, o parecerlo, todo lo que cuente el preso; pero hay una cosa cierta, su desgracia; y como la compasión que inspira es espontánea, ostensible, incondicional, el sentimiento cubre los recelos del juicio; estos recelos, aunque se sospechen, lejos de redundar en descrédito del visitador, pueden contribuir a su prestigio; si aparece crédulo en demasía, fomentará la propensión del que la tenga a mentir; si se le tiene por cándido, será despreciado, lo cual debe evitar a toda costa.

No hay que disimular la gran dificultad que aquí hallará: conservarse a igual distancia de estos dos extremos, no creer nada y creerlo todo, y por temor de ser engañado por la mentira, negar crédito a la verdad. Caso de inclinarse de un lado, que sea del de la benevolencia, y no de la cautela; más vale que un preso se ría porque ha engañado, que afligir al que fue sincero calificándole de engañador; esta injusticia puede hacer un daño tan grande como la amargura de ver desconfiado aquel en quien tenemos confianza. Cuando se abre el corazón es para que entre el consuelo, no la roedora sospecha.

Tal vez se crea que son ociosas estas delicadezas de sentimiento tratándose de delincuentes: respecto de algunos, sí; respecto de todos, no; y si los derechos de la ley no se mutilan ni merman porque sean alegados por un corto número, ¿qué será los del corazón?

Capítulo VI

Influencia de las ideas y de las creencias

Cuando los medios de comunicarse los hombres entre sí eran muy imperfectos, las discusiones tenían una esfera de acción muy limitada: las ideas se defendían y se combatían entre unos pocos; las escuelas tenían maestros y discípulos, pero los sistemas no tenían partidarios. Hoy, que las personas y el pensamiento se comunican de una manera rápida, vertiginosa; que todos saben lo que en todas partes se hace, se dice y se piensa, opinan a veces, y aun votan, los que entienden poco o nada del asunto de que tratan, y se ven partidarios y enemigos de los sistemas, es decir, personas que no los han estudiado, que tienen de ellos una noción muy vaga, y que los defienden y los atacan con un ardor que a veces está en razón directa de su ignorancia.

La cuestión del libre albedrío y de la fatalidad, como todas, ha salido del aula, y se la ve muchas veces promovida en los periódicos, en los cafés, en las Cámaras; de manera que es de presumir que entre los visitadores del preso pueda haber alguno que tal vez sea fatalista en moral o incrédulo en religión.

El visitador, crea lo que crea y piense como piense, no debe dar como resueltos para el preso los problemas que él ha resuelto para sí y en el sentido en que los ha resuelto. La divergencia de opiniones en materias tan graves será un obstáculo, y grande, que hay que vencer, si es posible, pero sobre el cual no se debe saltar.

Podrá suceder que el visitador y el recluso sean fatalistas, o el visitador sea fatalista y el recluso no.

Debemos advertir que el caso de fatalismo del recluso nos parece excepcional: ignoramos cómo pensarán los penados extranjeros; pero no hemos conocido ni tenemos noticias verídicas de ningún español persuadido de que el mal que hizo necesariamente había de hacerlo sin elección y sin culpa. Cuando así lo piensen el visitado y el que le visita (que los fatalistas no se hagan ilusiones), la resignación, el consuelo y la enmienda se dificultarán mucho.

No habiendo culpa, la pena es para el penado un hecho de fuerza; a todo lo más a que puede aspirarse es a que le comprenda como una medida de orden; él delinquió necesariamente, necesariamente se le pena también, porque a sociedad no puede estar bien ordenada, ni progresar y perfeccionarse, si no se respeta la vida, la honra y la hacienda de los que la componen. La ley que los protege es protectora del mismo que padece en virtud de ella; la justicia le libra de la venganza que, en vez de la calma imparcial del juez, le daría la cólera implacable del ofendido. La venganza privada era cruel, y legó parte de su crueldad, y hasta su nombre, a la justicia que se llamó y fue, y es aún en los pueblos atrasados, venganza pública. La desdicha del que está organizado para el mal es grande, pero era mayor en otros tiempos, en que no se tenían con él las consideraciones de humanidad y de caridad que hoy se tienen. Si en él no hay culpa, tampoco la tiene la sociedad cuyo organismo no se puede variar y que se defiende de los ataques del delincuente; entrambos obedecen a leyes fatales, y ninguno tiene derecho a recriminaciones.

No sabemos hasta qué punto estos razonamientos u otros análogos calmarán el ánimo del recluso, pero nos parece que todos los argumentos que se le hagan serán menos eficaces que esta reflexión que él se hiciera: Merezco el mal que tengo.

Lo que dificulta la resignación dificulta el consuelo, porque en la agitación dolorosa del espíritu no penetran aquellas influencias bienhechoras que dan tregua a la pena o la hacen menos amarga. Para consolar es preciso calmar, y la mayor dificultad de recibir consuelo no es sólo deplorable para el recluso por el bien de que le priva, sino para el visitador por la influencia que le quita. El preso no desea la visita de su protector para que le corrija, sino para que le consuele, y a fin de recibir algún alivio pronto e inmediato a sus penas. Tal alivio inmediato y pronto puede llevarle más fácilmente el que contribuye a la resignación sentida, que quien la razona con argumentos parecidos a los que se hará un perro sujeto a una fuerte cadena, que empieza ladrando y haciendo esfuerzos para romperla, y convencido de que le es imposible, se echa y calla.

Si quien consuela menos tiene menor influencia para la enmienda, la teoría fatalista presentará además otros obstáculos. Si el criminal lo fue necesariamente, pensará que necesariamente volverá a serlo: su cerebro, sus vísceras, su esqueleto, la composición de su sangre, su organismo, todo es idéntico, y aquella especie de secreción morbosa que se llama delito se reproducirá en cuanto las circunstancias hagan su reproducción posible. La fe en la omnipotencia de la voluntad, la fortalece; la idea de que la voluntad es esclava, la debilita. Entre el que dice: «Quiero ser honrado, y lo seré», y el que piensa que no le basta querer, o que no es libre de querer, ¡qué diferencia en la lucha con la tentación!

El criminal, que considerado moralmente es un ser débil, ¡cuánto no se debilitará persuadido de que las causas que produjeron fatalmente la primera caída producirán fatalmente otras! Si vuelve con esta idea al combate de la vida, ¿no entra en él casi vencido? ¿No quiere poder o no puede querer el bien?

Todos los siglos, en una o en otra forma, han planteado el problema, ninguno lo ha resuelto definitivamente, y es de presumir que ninguno le resolverá de manera que no vuelva a plantearse de nuevo; pero, cualquiera que sea la opinión respecto a él, parecen fuera de duda los resultados prácticos que tendrá para el delincuente la creencia de que pudo no cometer el primer delito, y podrá no cometer el segundo, o la persuasión de que fatalmente delinquió y delinquirá. Aun en este caso, el visitador no debe permanecer inactivo ni renunciar a toda influencia bienhechora; la voluntad, podrá decir, aunque no sea libre, no es ciega, ni sorda, ni imbécil en general; las cosas que quiere las quiere por algo y para algo agradable o útil, o que se lo parece al que le tiene: impulsada o determinada por el odio o por el deseo de poseer lo ajeno, impulsó y determinó a matar o a robar; pero las facultades del hombre, impulsadas e impulsadoras, forman una cadena circular que no excluye algunos movimientos determinados por el egoísmo y sostenidos por la razón.

El penado que está en la prisión o sale de ella, aunque sea la misma organización, no es la misma persona que delinquió; es o puede ser aquella otra que existía antes de cometer el delito; debe serlo, al menos, si la prisión no es corruptora y hace crónico un mal pasajero. A pesar de todo su fatalismo orgánico, el delincuente fue honrado durante mucho tiempo. ¿Por qué no podrá volver a serlo? ¿Por qué no ha de tener la razonable esperanza de restablecer el estado anterior al delito, que es el estado normal de la humanidad, que ha sido el suyo durante muchos años? El delito revela la disposición a cometerle, pero, en general, no imprime carácter, y el que le cometió puede volver a ser el mismo que era antes de haberle cometido si la ocasión que obró como causa determinante no se reproduce, lo cual en muchos casos es seguro, y en otros puede serlo si se procura evitarla.

El recuerdo del delito puede obrar, y en muchos casos obra, como una mala levadura por la disposición interna que deja en el que le comete, y más aún por el anatema que sobre él lanza la sociedad; esta disposición interna tal vez iría desapareciendo si desapareciera la diferencia radical que establece la opinión entre el hombre libre y el penado; éste puede acabar por creer y ser lo que los otros suponen que es, una persona o cosa definitivamente excepcional y anormal. Hay que combatir enérgicamente la idea de lo definitivo, y repetir que el delito no es un estado permanente, sino transitorio, y que el delincuente que pasó una parte de su vida sin serlo, puede volver al estado anterior; la fatalidad que le permitió vivir en paz con la ley, no le impedirá reconciliarse con ella. Si por una parte la inclinación perversa está robustecida con el desprecio de la sociedad y el recuerdo de no haber resistido, por otra debe estar combatida por la experiencia de los males que resultaron de haber cedido a ella. La idea de los dolores, tantos y tan graves, que fueron consecuencia del delito, debe contribuir poderosamente a restablecer el estado anterior a él. La libertad se recupera más fácilmente que la honra, cierto; pero la reprobación social no es implacable; cada día lo será menos, y el visitador es como el mensajero de la sociedad, que por su medio dice al recluso: «Creo en la posibilidad de tu enmienda y te prometo mi perdón».

Decimos de la enmienda lo que decíamos de la resignación: los razonamientos indicados, u otros análogos que pueda hacer el fatalista, valdrán mucho menos que el propósito de enmendarse que tenga el que esté persuadido de que, si quiere, puede.

Hay una circunstancia atenuante del daño que el fatalismo puede hacer, y es que en la prisión, como fuera de ella, los fatalistas no son lógicos; en la práctica hacen y exigen que los demás hagan como si no lo fueran, y se irritan y llaman pillo al criado que los roba, y se encolerizan y califican de malvada a la mujer que los engaña.

Según indicamos, será raro encontrar un preso fatalista, el visitador que lo sea está obligado a guardar, respecto a sus opiniones, la reserva más absoluta, porque no tiene derecho a introducirlas como un elemento perturbador en el ánimo del recluso. Si es un fanático de la razón (que también los tiene), debe buscar otro medio de hacer bien, porque los fanáticos no son buenos visitadores de los presos; si no es fanático, debe comprender:

  • Que el fatalismo, verdad para él, no lo es para la inmensa mayoría de los hombres;
  • Que las verdades suyas no debe proclamarlas como verdades de todos;
  • Que la verdad de unos pocos que la humanidad niega un siglo y otro siglo y todos, es una opinión, y no debe atraer a ella al delincuente haciéndole un gran daño, porque dificulta la resignación, el consuelo y la enmienda;
  • Que las verdades que hacen mal podrán ser verdades, pero son muy sospechosas de error.

Estas consideraciones, que debe hacerse en razón y en conciencia, le imponen completa reserva sobre lo que piensa del libre albedrío; si el preso cree en él, esta creencia puede contribuir a corregirle, y disminuir los elementos de su enmienda sería un verdadero atentado.

El preso irreligioso se ve con más frecuencia, al menos en España, que el preso fatalista, pero su impiedad aparece más bien práctica que razonada; no combatió con argumentos la religión, la echó a un lado porque le estorbaba; hay delincuentes profundamente irreligiosos, pero, en general, no tienen de tales más que la corteza, y el mismo que blasfema y se burla de las prácticas religiosas, no se atrevería a pisar una hostia consagrada, ni a dar un bofetón al cardenal que visita el presidio.

Como el visitador fatalista no ha de establecer en la penitenciaría cátedra de escepticismo, el creyente no ha de ser misionero; aquel lugar no es apropiado para la propaganda religiosa, y más fácilmente habrá allí hipócritas que conversos. Sin nombrar la religión, el visitador ha de observar cuidadosamente todo lo que a ella se refiere, y por esta observación perseverante y cautelosa sabrá si el recluso es radicalmente irreligioso, o si, en el fondo, conserva los elementos de la religión, de alguna religión. En el primer caso debe renunciar a convertirle; la predicación sería no sólo inútil, sino perjudicial, porque rebajaría al visitador en el concepto del preso; el encono que los creyentes suelen tener contra los que no creen, éstos acostumbran a pagárselo en desdén; mutua injusticia muy general. El recluso espíritu fuerte, calificará de crédulo al creyente; se considerará en este asunto muy superior a él, y conviene que en ningún concepto se atribuya ningún género de superioridad.

Cuando la irreligión no está profundamente arraigada, con paciencia y maña, sin gran dificultad van levantándose las capas que cubren el fondo religioso; un recuerdo, una esperanza, un ejemplo; la madre que vivió o murió rogando a Dios que dé consuelo al hijo encarcelado, que le auxilie para la enmienda, pidiéndoselo entre sollozos que interrumpen la oración que lo enseñaba de niño; la hermana piadosa que le llevó en brazos y le enseñó a andar; la esposa que no sabe responder cuando sus hijos preguntan por su padre y los pone de rodillas y les enseña a pedir al Señor que se lo vuelva pronto; el amigo que se mantuvo firme en la fe y en el respeto a la ley; el compañero que murió arrepentido y resignado y con la esperanza de otra vida mejor: todas estas cosas, o alguna de ellas, pueden despertar el sentimiento religioso dormido en el fondo del alma del encarcelado. A veces una alegría inesperada lo dispone a dar gracias a Dios o a implorarle atribulado por un dolor agudo.

Hemos dicho que, a pesar de las apariencias de impiedad, es posible, y aun es común, que el preso conserve el sentimiento de la religión, de alguna religión, en cuyo caso el visitador no debe tratar de imponerle la suya, o, si es la misma, de que la practique con toda perfección y en todos sus detalles si espontáneamente no se presta a ello. Un espíritu grosero, rebelde a las leyes divinas y humanas, no puede disciplinarse de repente, dócil a un mandato que no tiene sanción material. Porque un bandido lleva un escapulario y en alguna ocasión tiene miedo al infierno, no hay que pretender convertirle en un Fr. Luis de Granada: utilizar para su consuelo y para su enmienda la religión que tenga, la que pueda tener; tratar de fomentarla, y, si es necesario y posible, depurarla de supersticiones groseras, pero en esto proceder con suma cautela. El hombre crédulo y el creyente se confunden a veces de tal modo, que forman un todo indivisible, y no puede atacarse la superstición sin conmover la religión; en estos casos, que en la penitenciaría no serán raros, hay que dejar al sujeto que sea religioso a su manera, aunque no sea muy ortodoxa, ya por lo que añada, ya por lo que suprima.

Parece a primera vista que con hombres rudos, que han tratado y sido tratados con dureza, y cuya sensibilidad está embotada por el hábito de sufrir, la parte terrorífica de la religión ha de ser la más propia para influir en su ánimo; pero considerándolo con más detenimiento y observando bien, se ve que al los delincuentes que están o se creen en peligro de muerte dan algunas muestras de arrepentimiento y se sujetan a algunas prácticas religiosas por temor del infierno, son poco o nada accesibles a este temor cuando disfrutan de buena salud. La persona poco culta en general, y el delincuente en particular, es el hombre de lo presente y de lo próximo; por haberlo considerado con olvido de lo futuro está en la prisión, que no le ha hecho cambiar de naturaleza; moribundo, teme el infierno porque lo considera cerca; en salud, no piensa en las penas eternas porque no aparecen inmediatas, o tal vez se río de ellas como se reía de la ley penal cuando la infringía en libertad. Es preferible presentarle la religión en forma de esperanza que de temor; se dirá tal vez que la promesa de un bien, como la amenaza de un mal, es futura, e ineficaz por tanto; pero la esperanza es un bien positivo, presente; muchos viven con ella resignados y hasta dichosos; trae siempre consuelo, y el preso es un desdichado; la voz que lo dice: «Espera», tal vez le parece dulce, a él que hace tanto tiempo que no oye más que el acento airado del que ofendió o el severo del que le castiga. Además, como el delincuente es débil moralmente considerado, el temor, que es deprimente, le debilita más; la esperanza levanta y fortalece.

Lo que hemos dicho respecto al fatalista, se entiende con el visitador incrédulo; cometería una gravísima falta combatiendo las creencias religiosas del preso, a quien no puede privar en conciencia del apoyo y del consuelo que de ellas reciba. ¿Fingirá? No. La ficción y la mentira, medios reprobados, no lograrían el fin. La razón y la lealtad aconsejan la reserva y el respeto a la fe del que la tenga; pero esta reserva necesaria es una condición muy desventajosa, y puede asegurarse que, en igualdad de todas las demás circunstancias, el visitador incrédulo será inferior al religioso.

Deben evitarse los extremos de suponer que la religión lo puede todo o no puede nada. La religión influye, pero también es influida y propende a tomar el color del vaso que la encierra; es dulce en el alma tierna, cruel en el hombre feroz. Santa Teresa y el inquisidor adoraban al mismo Dios, aquel Jesús divino que perdonó y oró por sus verdugos, y al que se invocaba al torturar y quemar a los hombres vivos. Si el delincuente tiene religión, puede ser un auxiliar para corregirle, pero contando con que probablemente la maleará en la medida que él sea malo. Aunque triste, es cierto que, por regla general, el poder benéfico de la religión está en razón inversa de la necesidad de su eficacia.